jueves, 3 de mayo de 2012

La estupidez "Historizada" (2)

...o el proceso de occidentalismo

"El occidentalismo"




2.   Helenismo, Romanismo, Occidentalismo  

El principio que preside el producir y el consumir no es el mismo que hace fuertes y valientes ni, por lo demás, con que se gobierna; hay, pues, el principio del saber, propio de quien gobierna, el de quien se ocupa de la defensa del Estado, y el otro, de cuantos se dedican a la producción para las necesidades de todos: el principio intelectivo, el irascible y el apetitivo. El Estado es justo cuando se realiza la oÍKEiOTtpotyta, es decir, cuando cada ciudadano, según su naturaleza y sus capacidades y sin reducir un principio al otro, «se ocupa de lo suyos. Platón ensena a Saint-Simon y a tantos otros del mismo parecer que no se trata de iproducir y no percibir», sino de producir y de percibir; de otro modo se niega el principio del saber, y con él la misma posibilidad de una vida un poco por encima de la de los cerdos: «¿de qué sino de esto se saciaría una ciudad de cerdos?». Y cuando el principio apetitivo prevarica, también la ira generosa se apaga; los guerreros vienen a menos, pero no la violencia, que, perdido el principio del saber, estalla incontrolada al par de los apetitos que indiscriminadamente se quieren satisfacer más allá de la misma saciedad, provocando por rebosadura la rebelión, el falso ascetismo purificador: van a igual paso los pequeños «corredores del Maratón» detrás de cuanto puede satisfacer todos los apetitos —sustitución, o reducción de los otros valores, y por esto violencia, a los de la producción y del consumo por lo que el hombre se reduce a la servidumbre de esta actividad— y los rebeldes a la «integración», los «pies veloces» que de un salto quieren hacer tabula rasa y volver al bienaventurado hombre primitivo. Es la condena que cae sobre el hombre colectivo o todo «hecho» por la sociedad: por un lado, se siente en deuda hacia ésta de todo lo que «tiene»; por otro, está «resentido» por lo que no tiene, a lo que cree tener derecho, y por lo que no «es», ya que la sociedad le ha hecho como lo «colectivo» ha querido: el «satisfecho» y el «insatisfecho», frecuentemente coexistentes en el «compacto» de lo colectivo, en formas diversas tienden a lo «primitivo» —para el uno descivilizado, para el otro civilizado— en la ausencia de lo «originario», es el ser, y, por tanto, de la verdadera cultura y de la verdadera civilización. Las dos posiciones, caras de la misma medalla o de la reducción de todo al «producir y no percibir», se alimentan entre sí y apuntan al mismo resultado: la destrucción de la cultura y de la civilización en nombre de la civilización (inciv fomento) progresiva, o por odio a esta última en el momento mismo que quieren hacer a todos partícipes de ella. Platón diría que nos encontramos en una ciudad con dos clases de «cerdos», la una hacendosa, que produce y consume olvidada de cualquier otro cuidado; la otra ociosa, que añora las cavernas y quiere que la humanidad retome a ellas; ¿y cómo puede ser de otro modo, si se niegan a «percibir», si viven sin medida?

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En el «jardín» de su villa, en los alrededores de Atenas, y en el «pórtico pintado» de la misma ciudad, Epicuro, el iniciado en la filosofía de Demócrito, la más «científica» de Grecia, y Zenón de Citio, inspirado por el cínico Cratete, creyeron «filosofar» en la ausencia de la Hélade que ya no sabían ver. Epicúreos y estoicos, una especie de «tecnólogos» de la antigüedad griega; los formuladores de breviarios de la vida feliz en este mundo, y no hay otro para el hombre: la búsqueda de la verdad y su mismo ser verdad, de lo bueno y su mismo ser bueno (y así de lo bello, etc.), van subordinados a la de la felicidad, la única que el hombre debe buscar y a la que debe sacrificarlo todo. La filosofía por la sabiduría, fábrica de recetas del elixir de felicidad que debe presentarse a las farmacias que despachan «tranquilidad» con el seguro premio de la indiferencia pacifista y humanitaria; en la dosificación de la bebida epicúrea predomina la vida sensible según cálculos racionales; en el de la poción estoica, la vida racional como rigorlstica disciplina de los sentidos. Pero toda tecnología empeñada en éstas y otras «técnicas» o «fórmulas», y refractaria hasta el problema de la «forma» de la existencia, por lo que el reformar se reduce para ella a que una fórmula más eficiente sustituya a otra, engendra de su seno a los rebeldes, que no reproponen los verdaderos valores humanos, ni se oponen al dogma de que el fin del hombre es buscar y procurarse la felicidad en esta tierra, pero rechazan las recetas por otras más simplificadas y radicales. Y así los epicúreos del goce de los sentidos sin las trabaderas de los controles racionales, o los herederos de los cirenaicos y los estoicos de la indiferencia total que se remontan a los cínicos, unos y otros enemigos y destructores del vivir culto y civilizado, se hacen los «contestatarios globales» de la tecnología de Epicuro y Crisipo. Sí, sus antepasados, comprendidos los sofistas, son contemporáneos, o casi, de Sócrates, Platón y Aristóteles y de los otros de la gran Hélade, pero en ésta representan el filón secundario, el otro aspecto siempre presente en toda época, ya que Protagoras y Sócrates se dan en cada hombre y en él luchan —no hay tiempo de estupidez sin la presencia de la inteligencia y viceversa, sincronía que no excluye los momentos históricos del prevalecer de la una o de la otra, de la luz o de la oscuridad—; cuando, por los motivos y las causas por los que mueren históricamente las civilizaciones, pero no los valores que han revelado, toman la delantera, el Helenismo sustituye a la Hélade. Y es típico de las civilizaciones en vía de corrupción adulterar o renegar los valores que ellas habían revelado cuando eran creativas; en efecto, por el oscurecimiento de la inteligencia, o no los ven o, no logrando ya soportar su carga y responsabilidad, los recusan como un peso oprimente e inútil; sólo alguno tiene conciencia de la corrupción, y los repropone para después, cuando el cadáver haya sido enterrado.

La difusión de la cultura helenística a través de tres períodos —alejandrino, romano, bizantino— abraza un arco de casi ocho siglos y, desde la muerte de Augusto, viene a coincidir con el Romanismo, corrupción de los valores de la Romanidad. Ya el tipo de educación o de cultura delineado por Quitiliano en el siglo I d.c, en la Institutio oratoria, está fuera del tiempo —los valores culturales tienden a la mera erudición—; la obra lleva los signos de la «decadencia» de la Romanidad, a la que sigue la «corrupción» o la asunción de la decadencia misma como progreso; de aquí el rechazo de los valores de la tradición, acompañado del optimismo por falta de conciencia de la corrupción; la decadencia, en cambio, es pesimista y deplora los valores perdidos; se destroza, y a la vez se consuela, en su nostalgia. En la cultura romana no penetra la Héiade auténtica, aunque se conocen sus autores, sino que, con la conquista de Grecia, se difunde el Helenismo, que provoca el Romanismo, la decadencia y la corrupción lenta de la Romanidad, comenzada con Tiberio; Roma helenizada, «romanística» y ya no romana, difunde con sus conquistas esta cultura y no la de la Hélade y de la Romanidad auténtica, cultura que, poco a poco, se hace cada vez más imitativa y escasamente creativa.

Pero bajo Augusto nace Cristo; nace cuando el logos humano está ofuscado, pero, bajo la ofuscación, ya maduro desde hace tiempo. El Romanismo helenístico continuará su expansión englobando pueblos en sus estructuras, proceso que favorecerá la difusión del Mensaje; pero con Cristo comienza su disolución hasta el enterramiento del cadáver —de donde la oposición tenaz e implacable en todos los frentes al Cristianismo. Los valores de la Hélade y de la Romanidad renacen en una nueva cultura creadora, la que va de Carlo-magno al Renacimiento: el Occidente. Con Agustín, aunque de formación helenlstico-romanistica, de espíritu cristiano-helénico-romano, comienza, en el momento en que Helenismo y Romanismo van hacia la descomposición sin ni siquiera ya el brinco de la decadencia incluso por el «vigor» destructivo con que los bárbaros le asaltan sin dejarse corromper por ella, comienza, repito, el renacimiento del logos, del «principio de verdad» y de los valores de la Hélade y de la Romanidad; pero la tarea es lenta: cuanto más vigorosas y creativas han sido las civilizaciones, tanto más largo es el tiempo para consumar hasta el fondo su corrupción. A través de siglos oscuros —pero si las invasiones no hubieran destruido el obstáculo de la corrupción helenlstico-romanistica no hubiera existido la condición para la silenciosa elevación—, nace una nueva cultura; en efecto, a la corrupción de una civilización, y al hundimiento de una cultura, antes del renacimiento, sigue siempre un período oscuro de gestación. En el momento mismo en que el Cristianismo va venciendo al Romanismo helenístico, se sirve, por un lado, de la potencia de expansión de este último y, por otro, de su desgaste por obra de los bárbaros, vitalidad no corrompida: las civilizaciones corrompidas sirven para favorecer, contra sí mismas, el renacimiento en una nueva cultura de los valores de que han renegado y con ellos también de las aportaciones que han hecho; pero la corrupción continuaría nutriéndose de sí misma si fuerzas frescas y vírgenes no la vencieran.

Las épocas de corrupción brillan: casi siempre coinciden con la potencia militar, política, burocrática, y con la expansión económica; se dedican a apremiantes y frenéticas reformas de «estructuras» y a construir siempre cosas nuevas, confiadas en que basta cambiar los andamiajes para que cambien también las disposiciones interiores: están extinguidas y parece que estallan de vida; y existe la vida, pero sólo «material», dirigida a la posesión, a la expansión incluso violenta, al placer, al desenfreno, al lujo y a la orgía, casi como una mujer en el ocaso de la madurez: se lanza, «bella figura» aún, a la aventura exaltante; pero la juventud está muerta, y la madurez va muriendo. Roma imperial brilla, se expande y reforma, pero la Romanidad ya está perdida; después, los bárbaros y las otras fuerzas entierran el Romanismo, y el trabajo dura hasta el siglo rx.

El Occidente en pleno siglo xvii brilla con la potencia inglesa, pero con Francisco Bacon se huele ya lo dulzarrón del Occidentalismo. La época de deshoj amiento —y después, a través de fases de decadencia, de corrupción de una civilización— comienza casi siempre por la potencia político-económico-militar de una Nación dirigida a prevalentes o exclusivos fines de «organización» para la felicidad terrena, y concluye su proceso corruptivo con otra potencia del mismo tipo: en el momento en que comienza la pérdida de los valores de Occidente, el proceso expansivo de Inglaterra, contrastado por la España de Felipe II, otro síntoma de Occidentalismo —dominio sobre el mundo en nombre de Dios— o de contaminación, contraatacado por la mística, del Catolicismo en el terreno histórico. Este primer oscurecimiento de la inteligencia alcanza su cumbre con el Iluminismo, que celebra su triunfo en la revolución francesa y en empresas de potencia, de «grandeur» de Europa; en el Iluminismo tienen su origen también la independencia y la constitución de los Estados Unidos de América, la potencia que sustituirá a la inglesa y a las otras de la Europa continental. Se sigue que los Estados Unidos, que asimilan y expanden a su vez la civilización preiluminística e iluminística difundida por la potencia inglesa, jamás han sido Occidente, ni jamás han asimilado y difundido sus valores, al igual que la Roma imperial, que no difundió la Romanidad ni la Hélade, sino el Romanismo helenístico; en efecto, cuando nacieron, el Occidente estaba ya oscurecido y maduro el Occidentalismo, que, por lo tanto, no podía dejar de encontrar en ellos la punta avanzada de la corrupción y la potencia político-militar-económica, que concluirá probablemente su proceso cuando nuevos azadones vuelvan a sacar a la luz los valores occidentales soterrados.

El Occidentalismo ya no tiene nada que enseñar ni exportar, excepto técnica y bienestar, datos, números, cálculos, robots, computadoras y corrupción: no tiene para exportar valores morales, religiosos y estéticos, ni siquiera sociales, políticos y jurídicos, a los que en su totalidad ha adulterado y perdido; lo que declara en las fronteras como «occidental», etiqueta para engañar a los funcionarios de aduanas, es mercancía deteriorada, de baja calidad. Incluso el bienestar y sus bizantinos inventos técnicos los produce y exporta no para dar al alma de los suyos y de los otros pueblos las condiciones de vida, sino a costa del alma, que odia en si mismo y en los otros; lo poco de verdadera cultura que todavía resiste, lo sofoca, para que no ejerza ninguna influencia ni eche a perder la orgia de la producción y del consumo, fin de si mismos. Los pueblos que miran al Occidente con la esperanza de ayudas o remedios a su hambre y a sus mil tribulaciones deberán percatarse de que dirigen sus ojos al Occidentalismo avaro, mercader de todo, que todo lo ha reducido a mercancía, al solo principio apetitivo, para decirlo todavía con Platón, y, por consiguiente, es incapaz de valentía y está dispuesto a servirse de armas mortíferas. Su alma, ya sólo intrigante, no tiene escrúpulos, calcula incluso la caridad y especula con el hambre: la egoidad por odio es taimada, astuta, sanguinaria. La pretendida industrialización del llamado «tercer mundo» o de los países subdesarrollados —necia soberbia del que, sin ser primero ni segundo, no es ya siquiera un "mundo", y es zona de creciente subdesarrollo intelectual y espiritual— no tiene, como predica el Occidentalismo, el fin de ayudar a los pueblos a alcanzar una condición humana de vida, sino que se sirve —nueva forma de colonialismo— de esta «operación» para hacer buenos negocios en nuevos mercados; y, sobre todo, arrolladas con la barbarie industrializada las culturas locales, para desarraigar aquellos pueblos de sus tradiciones, a fin de que no germinen, violencia que facilita la venta de los productos «culturales» del Occidentalismo. Así, oscurecido cualquier otro ideal que no sea el del bienestar, monopolio de la industria, la corrupción occidentalística puede penetrar con seguridad antes de que nazca una cultura nueva, quizá heredera del Occidente y su renacimiento: es conjurado el peligro de que la inteligencia pueda amenazar el férreo control ejercido por la tecnocracia a través de la Organización mundial tecnológica sobre la «masa universal».

Estas consideraciones nos permiten poner en evidencia otro equívoco: muchos pueblos son hostiles al Occidente porque, habiéndolo conocido, han sufrido su opresión; pero desde el siglo XVII en adelante, los europeos primero y los norteamericanos después, no han exportado, con la connivencia desgraciada y frecuente de las misiones religiosas cristianas, con sus conquistas coloniales patentes o enmascaradas, los valores y el alma de Occidente, sino el Occidentalismo; no la inteligencia occidental —y donde es inteligencia el vínculo humano es de alteridad por amor—, sino la rapaz estupidez occidentalística, gobernada por la egoidad por odio, humanitaria en regalar alguna escuela, hospital, carretera, para consolidar dominios; humanitarísima y o tolerante» hoy, para facilitar la invasión de sus productos; pero el revés de la muy decorativa medalla del humanitarismo es la violencia en todos los sentidos, principalmente sobre el espíritu, por ausencia de verdadera humanidad. Estos pueblos, en el fondo, no han conocido y no conocen al Occidente: en la medida en que, por necesidad de vida, se dejan invadir por el Occidentalismo o por el neocolonialismo, contribuyen a engrasar el cadáver y a dejar más lejos en el exilio al Occidente, truecan su alma por el bienestar a cuentagotas, corren el peligro, como las clases desheredadas de todos los tiempos, de llegar a ser estúpidos por imposición. Si, en cambio, defienden sus tradiciones culturales y resisten al Occidentalismo de modo que aceleren su disolución, y al mismo tiempo se esfuerzan en conocer mejor y profundizar los perdidos valores culturales de Occidente, a cuya elaboración han contribuido algunos de estos pueblos —y por esto seria también una toma de conciencia de si mismos— podrían ser ellos, aunque les costase la renuncia consciente y madura a algunas comodidades, los allanadores del terreno que lleven a nueva luz al Occidente verdadero; heredarlo y, sobre el fundamento de las tradiciones, dar lugar a nuevas culturas, que no serian occidentales, del mismo modo que las europeas, a través de la asimilación cristiana, en los primeros siglos, de la Hélade y de la Romanidad, no fueron, desde el siglo IX al Renacimiento, griegas ni romanas. No se trata de asimilarse al Occidente o de dejarse asimilar por él, sino más bien de asimilar al Occidente redescubierto para un nuevo ciclo cultural, trabajo profundo que les permitiría, atravesando el Occidentalismo sin dejarse arrollar por él, recuperar toda la aportación técnico-industrial, hoy ciegamente maniobrada por el Occidentalismo mismo que la ha producido, en una verdadera cultura bajo el signo de la inteligencia. Y creo que Iberoamérica podría ponerse a la vanguardia de este movimiento en vez de dejarse llevar por el castrismo-guevarismo o por el kennedismo, dos caras de la misma medalla, que hay que fundir para huir de la corrupción. Pero, repito, antes es preciso que no se dejen «comprar» por el Occidentalismo, por su otomanismo: destrucción de la cultura sin capacidad de crear una nueva y con la presunción y la manía de conquistar el mundo, como hizo el Imperio otomano, y, por consiguiente, adulteración de cuanto de positivo le es propio.

De revolución en revolución desde el siglo jera en adelante; y el contagio se ha propagado con la difusión del Occidentalismo: cada revolución, una herrumbrosa cadena lustrada con sangre, una vieja opresión para nuevos esclavos. «Ayer existía el zar y existían los esclavos; hoy no existe el zar y han quedado los esclavos... Hemos atravesado la época de la opresión de las masas; atravesamos la época de la opresión de la personalidad en nombre de las masas; el mañana traerá la liberación de la personalidad en nombre del hombre». Así Zamiatin. Para este mañana, que cada uno haga su obediencia sin perderse en el cómodo triunfalismo utópico del bien, ya que el mal y el sufrimiento pertenecen a la naturaleza humana, y la estupidez ha estado, está y estará manos a la obra; sin olvidar jamás que el progreso social no es todo, y es nada (niente) si no mira al perfeccionamiento del individuo singular (singólo) y de la comunidad, que es el fin del progreso mismo; pero este mañana será todavía un mañana de nuevos esclavos si se quiere la liberación sólo a base de hechos y de cálculos y no sobre el fundamento del ser, sólo en nombre del hombre y no en nombre de Dios, que es la salvación del hombre. El Occidentalismo ya no comprende este lenguaje filosófico, moral y religioso; lo ridiculiza estúpidamente: ya no tiene un porvenir histórico, sino el de arrastrarse brillando; sólo después de la intervención del sepulturero providencial para el enterramiento del lujoso cadáver junto al orgiástico carro europeo y al brillantísimo y tosco cochero estadounidense, se podrá volver a hablar del Occidente, no importa en qué parte de la tierra.



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