sábado, 19 de mayo de 2012

La estupidez "Historizada" (3)

3. El Occidentalismo en sus etapas y la pérdida del Occidente:



El Renacimiento bajo ciertos aspectos, marca el máximo esplendor del Occidente, pero encubre los primeros síntomas del Occidentalismo; diré que representa, con el renacimiento de los valores mundanos, el vigoroso intento de un nuevo equilibrio entre lo humano y lo divino, lo natural y lo sobrenatural, entre la civitas hominis y la Civitas Dei, entre el movimiento horizontal del hombre hacia el hombre en el mundo, y el vertical, propio de la Edad Media, del hombre que prepara al hombre —comunidad de almas— respecto al Reino de Dios, que no es de este mundo. La «ruptura» provocada por la Reforma, no obstante su inicial y equivoco impulso religioso, ocasiona la falta de equilibrio en favor de los intereses terrenos. El siglo XVII inicia la marcha del Occidentalismo, sufre sus primeros laboreos: la risa fácil, la imaginación caprichosa, la sensualidad, la disipación del tiempo, y sobre todo la muerte: comienza el dramático diálogo entre el tiempo y la eternidad, lo visible y lo invisible, cuya nostalgia es fuerte —el Barroco es decadencia y no todavía corrupción, aunque la incuba—, basta que, a excepción de Vico, gran energía no escuchada o adulterada del Occidente, la presa del tiempo tratará de sofocar hasta la nostalgia de la eternidad, y la civitas hominis de sustituir en las mentes y en los corazones la Civitas Dei.

El llamado mundo moderno se presenta con un problema preeminente y casi exclusivo, el del método: no ya el problema del principio del saber, que es también y sobre todo ontológico-metaflsico, sino, prescindiendo de él hasta relegarlo entre los no-problemas, el problema del método para conocer cuanto sucede en este mundo, conocimiento cada vez más limitado a las cosas y a los llamados hechos de experiencia y entendido como medio respecto al fin de mejor dominar el mundo, a su vez medio para construir la Civitas hominis autosuficiente y fin último de los individuos singulares (singoli) y de la historia. Operada esta «reducción» del saber y del pensar a «método» sin «principio» y, por consiguiente, en odio a la verdad hasta la «sustitución» del «principio» por el método, es inevitable la gradual «reducción» de todos los valores a los «prácticos», dominadores tiránicos y sustitutivos de los otros, del conocimiento a criterios pragmatísticos, con fines cada vez más utilitarios, económicos: éste es el camino, coincidente con el gradual oscurecimiento de la inteligencia, recorrido por el Occidentalismo.


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Tal movimiento de la razón y de la voluntad desenganchadas de la inteligencia del ser y del signo del límite, por lo que también los sentimientos se embotan y prevalecen las pasiones y los fanatismos fomentados por la gloria (doxa = opinión), que a su vez fomenta la «doxologfa» o manía de gloria y la «doxosofía» o vanidad de saber, entra decididamente en la historia de Occidente con uno de los «filósofos» del método, que vivió bajo el reinado de Isabel y de Jacobo I, del naciente y brillante Imperio británico, Francisco Bacon, el superficial y entusiasta artífice de la restauratio ab imis, consistente en una sistematización de las ciencias, en un «nuevo método», obstétrico prodigioso del partus maximus o masculus del siglo, la nueva ciencia sometida a la finalidad práctica del dominio de la naturaleza: acción y no contemplación; utilidad práctica y no verdad de un principio o de un concepto; física o ciencia de la naturaleza y no metafísica; las tareas y no las virtudes como dignidad moral del hombre. «Saber es poder»; y así el saber, reducido a lo útil y a instrumento de potencia, sale a la plaza y se hace trivial y picotero, eufórico y palabrero en torno a los magníficos y progresivos destinos de la humanidad. Desde este momento —y para todo el Occidentalismo que se mantiene en esta línea— no sólo la filosofía es negada en la ciencia, sino que ésta es puesta al servicio de las ideologías políticas y económicas, único y potentísimo campo de verificación de toda actividad humana. El novum organum es sólo una «técnica» a la que es reducida la razón, un mecanismo aplicable a los datos sensibles observados y verificables con pesas y medidas —aquí es donde reside todo el alcance del problema del conocer— prescindiendo de la verdad o del ser de las cosas y del hombre; el progreso del conocimiento consiste sólo en perfeccionar los instrumentos de observación y el instrumento que es la razón con nuevas técnicas de cálculo respecto al fin del disfrute de las cosas, del dominio del hombre sobre ellas y sobre el hombre mismo: saber es poder de dominio también, sobre todo, de un hombre sobre los otros. No sólo se pierde el límite entre la naturaleza y el hombre derribado desde su «confín» por rechazo de su ser y renuncia a su dignidad ontológica, sino también el ser de todo ente, «tomado en consideración no por ser sino por la utilidad que se puede sacar de él, en cuanto utensilio, decentado con experiencias y cálculos, instrumentos también ellos del hacer, del que el hombre mismo es instrumento. En efecto, el envilecimiento del ser —todo él mundanizado, naturalizado, historizado, secularizado y perdido— es también envilecimiento de las cosas, de la razón, de la experiencia que se pretende revalorizar; perdido el ser, se pierde el saber y el ente: el ens sin el esse es nada (niente), es un sin sentido, lo insignificante; lo es el mismo hacer humano, que triunfalisticamente se pretende que sustituya al ser.

Contemporáneamente, Galileo, el verdadero filósofo del método de la nueva ciencia, marca la distinción entre ésta y la filosofía, las pone en relación, no opera ninguna reducción o sustitución: Galileo renueva la tradición, no la rechaza; es la ciencia la que encuentra su justo puesto en el complejo armónico de los valores en la forma propia del Occidente.
Pero la posición de Bacon —que, heredada por el empirismo y por el iluminismo, por medio de Kant, ha atravesado el siglo XIX y el nuestro— puede ser entendida como corree ción; en efecto, bajo ciertos aspectos, puede ser vista como reacción respecto a cuantos exaltan el puro bien personal, la sola «salvación del alma», como si el hombre no tuviera un cuerpo con mil necesidades, que también son del espíritu; respecto a cuantos desatienden a la civitas hominis. Posición ciertamente fácil para quien tiene, pero que "reduces la ontologia" al ser «invisibles y viola también un precepto cristiano; se empuja a la egoidad por odio cuando es defendida como protección de intereses con la coartada de la «superioridad» de los valores espirituales y el ascético desprecio de los bienes materiales que uno posee y tiene muy cogidos incluso a costa de matanzas. Como hay una opresión de la «materia» sobre el espíritu, así hay una del «espíritu» sobre la materia, dos formas de estupidez opuestas y en el fondo idénticas; en efecto, la segunda es ejercida por quien posee tanta «materia» que está cegado por ella, ya que quien está de verdad a nivel del espíritu y del ser no desprecia cuanto es «bien» material, sino que más bien le tiene un sagrado respeto porque sabe que es al mismo tiempo bien espiritual si es considerado como bien del hombre para su prueba en el mundo.

Esta última posición es la del Occidente auténtico, la de la mejor cultura cristiana desde la Patrística hasta el Renacimiento, la cual, fundada en el principio del ser que empapa de sí incluso al tener, tiene respeto por las formas del ser y por todos los seres. El problema, por lo tanto, planteado explícitamente por el Renacimiento, era, y es todavía, el de corregir la estupidez del «vale sólo lo invisible» sobre el fundamento del ser en todo su proceso dialéctico hasta Dios —de donde la reafirmación de que el fin de cada existente no es sólo social y mundano sino, «a través» de lo mundano y de lo social, la personal purificación del mal en la vida comunitaria— y no el de rechazar el ser por los hechos «visibles» con la insolencia de construir el reino del hombre sobre la negación del reino de Dios. En otros términos: sólo manteniendo y profundizando la cultura occidental y los valores que la constituyen, cuya laboriosísima gestación en pleno Romanismo helenístico requirió nueve siglos desde Tiberio a Carlomagno y cuyo desarrollo se expande por otros seis, hubiera sido posible corregir sus insuficiencias y deficiencias, hacer replegarse en un proceso de perfectibilidad cuanto de estupidez también ella contiene para hacer más operantes todos los valores incluso respecto a los fines de la civitas hominis, consagración, si se prefiere, también de las realidades terrestres y de lo corpóreo, que a fin de cuentas es concepto cristiano siempre presente en la cultura cristiana. En cambio, se ha pretendido revalorizar estas últimas con la opresión de las otras, exiliando asi al Occidente de la historia o insertándolo en ella adulterado y «reducido por una cultura no occidental: con la ruptura del equilibrio renacentista, que, en cambio, era necesario consolidar, ya que se inclinaba del lado del mundo, y con el torcimiento del problema comienza el Occidentalismo y su marcha hacia el nihilismo. Si Bacon y sus descendientes de ayer y de hoy hubieran sido y fueran «filósofos», habrían tenido o tendrían una lejana sospecha de lo que es filosofía, no habrían contrapuesto una «reducción» a otra, sino que, atravesándolas a entrambas, habrían planteado el problema con inteligencia para una profundización adecuada y siempre susceptible de ulteriores desarrollos.

Contemporáneamente a Bacon, otro filósofo del método, Renato Descartes, «reduce» el pensamiento a la razón matemática de las ideas claras y distintas, y ataca a la tradición y a la cultura humanística: matemática y física, aunque Descartes continúa escribiendo metafísica y ensartando pruebas sobre la existencia de Dios, como por lo demás no pocos empiristas e incluso deístas e iluministas. Pascal replantea, contra la reducción cartesiana, el principio dialéctico y la problemática de la cultura occidental, pero queda dentro de la decadencia en curso, en vez de atravesarla con la profundización del problema impostado desde el Renacimiento.

Sustituido el principio del ser por el método y reducido el ser a un quid incognoscible o vacío, inútil al progreso humano, después de un siglo de preparación, en el que todavía el Occidente con escritores significativos resiste al Occidentalismo, éste tiene su afirmación explosiva en el iluminismo, el siglo de las «luces», de la razón humana deificada, diosa que, en último análisis, como «razón natural», se reduce al sentido común, cuyos instrumentos de conocimiento son los sentidos y los instintos, infalibles como en los animales y sustitutivos de la argumentación conceptual, en busca de particulares para fines particulares, útiles al bienestar humano y a la civilización. La inteligencia y la verdad son suplantadas y perseguidas con furor de salón y fanático para liberar al hombre de las supersticiones y de los prejuicios, que en el lenguaje antifilosófico y anticultural de los iluministas son: los principios metafísicos, ontológicos y morales, cualquier verdad sobrenatural y que en cualquier caso no sea reducible al sentido común o a la razón natural, cuyo cometido es el de limitarse a los «hechos» y de rechazar como prejuicio intolerable y tiránico todo lo que no es reducible a este nivel de conocimiento, el único que merece el nombre de «verdad» digna del hombre. De aquí la ruptura con la cultura occidental auténtica, de la que se reniega en bloque, o su reducción, incluido el pensamiento clásico griego y romano, al nivel de la Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et de métiers, donde se habla de filósofos y de filosofía en la medida en que entran en estas tres casillas iluministicamente entendidas; el proceso al Cristianismo como responsable de todas las injusticias, tiranías y miserias de la humanidad —y es el primer clamoroso proceso que el Occidentalismo hace al Occidente, renegando de sus valores, que ya no sabe conocer—; la negación de la libertad, en nombre de la cual funcionaba la guillotina, depurada como dimensión y purificación interior del mal y reducida a capacidad de dominio de las cosas e incluso de los hombres, a la sola «libertad de hacer», es decir, a la remoción de los obstáculos en favor de la espontaneidad animal y humana, correspondencia perfecta entre el determinismo de las leyes naturales y el de las humanas acciones. Sigue la ingenua utopía de que, hecha tabula rasa del pasado, en brazos de la sola razón natural, dirigida a cosas útiles y agradables, según las indicaciones de los humanos instintos y destapadas las más rápidas reformas de todas las estructuras —a excepción de las de las iglesias confesionales, todas para demoler— de golpe, por el prodigio de tantas «luces», la humanidad vendría a ser perfec
ta, realizando el regnum hominis o el paraíso en la tierra, siendo alcahuetas la técnica, la ciencia y la tolerancia intolerable hacia la verdad que no fuera el «sentimiento universal» de los hombres, en nombre del cual, en el Nathan de Lessing, todos los protagonistas, ya no «divididos» por la verdad, se abrazan «unidos» por su ser sin verdad, es decir, por su no-ser ya a ia altura del hombre".
El iluminismo marca una de las etapas fundamentales de la reducción de la filosofía a ideología, que es la negación in toto de la filosofía y de su problemática, de la misma cultura, de donde la reducción a la ideología de la gnoseologia, de la moral, de la estética, de la religión, etc., es decir: métodos y principios cualesquiera que sean, desde los de la búsqueda de la verdad a los propios de la razón, son aceptados o rechazados en el plano social-politico, el banco de la «verificación», como se dice hoy, que inapelablemente «juzga y manda». Pero este plano es caracterizado por el juego de las opiniones, mudables como es mudable la realidad social política económica; por lo inestable de las mayorías y de las tiranías y por sus humores del momento por conveniencias individuales o de grupos o de partidos; por todos aquellos elementos ocasionales, pasionales e irracionales que vuelven a entrar en este juego. Así la «verificación» no tiene nada de «verdadero» ni recibe su verdad de alguna verdad, como tampoco hace verdadero a ningún hecho; es sólo la comprobación del hecho mismo social y político, de hoy y de mañana, verdadero en cuanto hecho; «verdad» del momento a que todo es reducido, asimilado y subordinado incluso con la violencia de los fanatismos de las opiniones en conflicto, ya que ningún «principio» los controla y los limita en la ausencia de la inteligencia. Una cosa es decir que la filosofía, el arte, la religión, etc., obran sobre la política y la vida social y, por consiguiente, deben tener en cuenta tales experiencias y sus problemas, y otra es asignarles como fin la realidad social y política, lo que significa hacer de ellas su instrumento y negarlas. Desde este punto de vista, aparte cuanto ha renovado de estructuras —aportación positiva al «cuerpo» del Occidente, pero ya no positivo ni siquiera para el cuerpo en la medida en que ha envilecido su alma—, el iluminismo es una etapa del oscurecimiento de la inteligencia y del «historizarse» del Occidentalismo en su primera fase «burguesa» o de dominio de una clase social «respetable» democrática y materialista, no obstante algunas oposiciones pronto marginadas o debidamente reducidas por el progresivo proceso de pérdida del Occidente.

El iluminista Kant cree llegado el momento~para la «revolución copernicana» de la filosofía: el mundo gira en torno a la razón, legisladora de la naturaleza; la razón ha alcanzado la mayoría de edad, ha aprendido bien el uso de sí misma y lo aplica a los datos de la experiencia sensorial, haciendo posibles las ciencias matemáticas y físicas; la voluntad se da a sí misma la ley moral e instaura el reino moral de los fines. El ente no se conoce en el ser ni el hombre piensa para el ser, reducido a una de tantas categorías de la razón, órgano funcionante en los límites de la experiencia fenoménica: el conocimiento racional es «representativo» sobre la base de la «aprehensión» sensorial. El ser, reducido a lo que no es el ser, se pierde en el punto de partida; la ontología de discurso sobre el ser revelador del ser o de la verdad de todo ente se resuelve en la gnoseología entendida como representación del ente para expresarlo
La llamada revuelta romántica, que, por un lado, replantea el tema de lo eterno y del misterio en polémica con Kant o con Fichte, pero siempre dentro del kantismo, y, por otro, reanuda con Hegel el discurso sobre el ser o sobre el fundamento, mas para decaer en un historicismo que tiende a hacerse radical, es otra fase de decadencia, aunque, teniendo en cuenta sus otros aspectos culturales, la más vigorosa y rica en despuntes positivos y en fermentos válidos; inescuchado, Schopenhauer entrevé el nihilismo hacia el que el Occidentalismo avanza, pero su solución no lo supera; sólo Rosmini, como ya he dicho, sistematiza una original reanudación del discurso sobre el ser y, en polémica sobre el pensamiento moderno desde Bacon a Hegel y al naciente socialismo, plantea el problema del renacimiento de los valores del Occidente en su complejidad; pero también él es marginado. Los desarrollos del kantismo prevalentemente hacia el positivismo, y los del hegelismo hacia la llamada «izquierda hegeliana», de acuerdo con el progreso científico-técnico y el surgimiento de la cuestión social exasperada por el capitalismo, engendran un nuevo iluminismo, todavía hoy en pleno desarrollo: las fuerzas de la decadencia, a excepción de Nietzsche, se hacen cada vez más débiles hasta llegar a ser expresión de la misma corrupción; cada vez en menor número las antorchas que esta última amenaza y aterroriza".

El avance de lo que globalmente se llama «socialismo», sobre todo en la teorización de Marx, y la consolidación del capitalismo en la teorización liberal han dado lugar al choque de dos puntos de vista, anverso y reverso de una concepción materialista, cara y cruz de la misma medalla iluminista puesta al día respecto a las nuevas situaciones históricas: el Occidentalismo en la forma liberal-capitalista «se estabiliza» y avanza hasta tener en los Estados Unidos de América —ya con la Primera Guerra Mundial— su aceleración y hoy el campeón del llamado Occidente; penetra en Rusia con la Revolución de Octubre en la forma marxista-anticapitalista, hasta hacer de la U. R. S. S. el campeón de la revolución mundial para un nuevo mundo; pero en un caso y en otro con el «pesos de su materialismo, con su método de reducción de todos los valores al de la sociedad del bienestar y de la justicia social, hasta tocar un secularismo tan envilecedor y chato que ya no puede llamarse ni siquiera «horizontal». Y así también los valores del Oriente ruso propios de su tradición y de su siglo XIX, encadenados por el zarismo, son perdidos por el Occidentalismo de importación, que llega a ser una forma de Orientalismo, mientras que el europeo, primero con la ayuda y después con la aplastante prevalencia de los E. E. U. U. de América, entierra también los restos del Occidente y con ellos a los «occidentales» supervivientes, los sepultados vivos que esperan a los excavadores, a los mismos que, también para recuperarle a la inteligencia todas las aportaciones positivas, serán los enterradores del Occidentalismo en todas sus formas, incluso del que ha penetrado en Asia y en otras partes.
El proceso reductivo o anonadador y a la vez triunfalístico —perdido el ser, incluso el particular, el fenómeno, el dato, son sustituidos por fórmulas en función «operativa» o del hacer, y la concepción del hombre sigue la misma suerte— caracteriza dos aspectos significativos de lo que hemos llamado el «optimismo débil». La euforia de rehacerlo todo hoy en vista del mañana masculino —la vida eterna reducida a lo secular perpetuo— da peso al homo faber, todavía orgulloso de ser él el principio de la verdad y de la moral; por eso se exalta hasta autodeclararse el «heredero de Dios»: Kant es el pedante notario de esta transmisión de herencia; y Fichte el primer despreocupado propietario. Pero como todos los arribistas, el forjador, caído del nivel kantiano y fichteano, pasa a insultar al «viejo» Dios «amo» y «tirano» y a exaltar al «nuevo hombre» nacido de la muerte de Dios, pero quiere para sí los atributos de la «buena alma» como decoraciones para las fiestas u. El otro aspecto del optimismo débil, coherencia del primero, no hace al hombre heredero de Dios ni lo pone en su puesto; simplemente habla de Dios filológicamente, sociológicamente, en términos de antropología cultural, etc., como uno de tantos mitos que la humanidad ha ido construyéndose, a estas alturas caído definitivamente en desuso como «superíluo» o «dañoso»; así, de Dios no se plantea ni siquiera el problema, y el hombre puede dedicarse atentísimo a hacer, no molestado ya por ningún tipo de ideales, viejos tabúes de vacía retórica, y disponible en su totalidad para «valores» al día. Este «vacío» es el trampolín de lanzamiento del binomio producción-consumo de las cosas para mínimos usos como las más espectaculares, buena mercancía en la planificación de los gustos para todos los mercados, cuyo ser es sólo el ser usada y tirada; y también el hombre es mercancía. Y cuanto más se produce y consume, más sube la fiebre de la euforia, estimuladas por la propaganda y la publicidad, medidas por los termómetros bien amaestrados de la estadística y la sociología: la mentira orquestada e impuesta.

Esta última forma de optimismo débil ha descendido no poco de nivel respecto a la de los siglos XVIII y XIX, pero no le ha menguado la carga; es más, se considera el definitivo parto masculino, destinado según las previsiones infalibles de los técnicos y de los expertos a un radical secularismo humanitario, al terrestrismo omnicomprensivo, la «nueva fronteras de la felicidad universal y permanente, de que se habla con acentos proféticos; y el profetismo pululante es una de las características constantes de las épocas de corrupción, el portavoz de la desacralización en su aspecto, negado lo sagrado, de consagración de lo profano, que no puede llamarse ni siquiera ídolo o fetiche; en efecto, éstos, en su primitividad, son formas religiosas y sacrales. Así el Occidentalismo coincide con el extremo nihilismo, inconsciente de que comporta la pérdida del ser y también de la nada (nuüa); esa, y no esta o aquella forma de ateísmo, la verdadera corrupción que marcha hacia la edad post-occidentalística, pero en modo alguno postcristiana, como profetizan los secularistas; más bien el Cristianismo, no ligado a ninguna civilización o cultura, precisamente en el post-occidentalismo, continuará
en condiciones más favorables su obra de salvación.
dos a este punto, no hay «discurso» —y en efecto no lo hay— sobre el arte, la moral, la religión, ni tampoco sobre la ciencia, la política, la economía, ya que la pérdida o el desconocimiento total del ser aniquilan todo discurso y diálogo, la comunicación; quedan una cabalgata de cálculos destinados a las varias «especies» de producción para el solo «género», el Consumo, y una avalancha de apetitos apremiantes; la catarata embiste también a los productos intelectuales y morales, que de grado o por fuerza organizada se van al garete.

En el plano filosófico, este nihilismo hace imposible también el discurso sobre la Nada, propio de algunas formas de «pesimismo fuerte». En efecto, aquel discurso sigue siendo filosófico: no puede prescindir del otro sobre el Ser, ni, por consiguiente, del principio dialéctico; es todavía búsqueda del logos, aunque lo niega y lo reduce a la opinión o a lo que no es logos del pensamiento; es antifilosofía, pero en relación a la filosofía. Tal, por ejemplo, el discurso de Gorgias y, en un sentido muy diverso, de Hegel; de algunas páginas de Bacon y de los mejores iluministas, etc. Puede conducir a la construcción de ideologías a las que quedan reducidas la filosofía, la moral y la religión —y en este sentido es antifilosofía, antimoral, antirreligión—, pero sigue siendo un discurso que no puede dejar de tener en cuenta la exigencia filosófica, religiosa, etc., incluso de sufrirla en el momento en que la maltrata, reduce y subroga. En el nihilismo inconsciente hasta el punto de que se presenta como plena conquista del verdadero hombre —y es el máximo de corrupción y a la vez de responsabilidad y de culpa por haberse reducido a ceguera—, el ser se hunde y se produce la oscuridad, y será cometido del post-occidentalismo volver a hallarlo y reeducar las mentes para soportar gradualmente su luz. Con el ser también se ha hundido la nada (nulla); no hay la Nada en lugar del Ser y por consiguiente ontologizada, hay nada (niente), por esencia no entificable ni nulificable. No sólo el filósofo, también el sofista, a pesar de ser tan prolífico, está muriendo en la apretura de la estupidez afilosófica, o mejor anoética tout court. Montones de «barruecos» como «L'Étre et le Néant» son superadlsimos y sustituidos por otros montones, como, por ejemplo, «Les nomes et ríen».

Del Ser que deviene y del hacerse histórico del mismo principio de la verdad y de todos los valores, a la Nada del ser y de los valores; de la Nada (Nulía) a nada (niente), negación del mismo devenir, de la historicidad y de la historia, no queda ni siquiera lo empírico, en el escuálido conformismo que se baraja y estanca: nombres sustituibles, intercambiables, según que sea útil o cómoda o agradable esta o aquella manipulación técnica; queda un cerebro electrónico cada vez más cargado de tantas y tantas palabras, al mando de quien ordena la hipnosis del pensamiento. El nominalismo contemporáneo, a diferencia del de los siglos precedentes, aunque descendiente suyo, es la gnoseologia de nada (niente); de aquí las deformaciones radicales del derecho y de la moral, de la política y de la filosofía, del arte, de la religión y de la teología, que dan lugar al nominalismo jurídico, moral, teológico, etc.; en el límite, se desciende más acá del crimen, del inmoralismo, del ateísmo, y todo viene a ser un montón de etiquetas insignificantes. Y las palabras llenas
de nada (niente) van velocísimas, se persiguen, se amontonan, mezclan y confunden; las ideologías duran un alba de bizantinismo; las vanguardias sin interrupción nacen muertas, y nada hace más ruido que los esqueletos; todo se presenta confuso a la primera mirada, y superado a la segunda; y se nos exalta y se nos glorifica tan vertiginoso «progreso», las rápidas mutaciones y los cambios, que es como decir que no hay nada sólido, estable y verdadero, de lo que nacen los verdaderos cambios profundos, siempre lentos y por eso duraderos. En realidad, no se mueve nada, nada cambia; sólo se destruye cuanto sigue sobreviviendo del Occidente y de sus productos culturales; por lo demás, la parálisis, el inmovilismo en la cadena producción-consumo, al hilo de smog de la facticiencia en que el Occidentalismo va consumando su corrupción. Lo creado natural y humano en esta concepción nihilista, vanificado, «sustituido» por un cúmulo de fiches para la roulette, juego en que todos triunfan fácilmente; pero cuantas más fiches cobran, más los aplasta la insignificancia de nada (niente). Éste es el oscurecimiento de la inteligencia o la ciega rebelión mixtificada del Occidentalismo contra el Occidente.



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